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La Ópera de Madrid: Compendio de gastronomía, tradición y arte
1. Un barrio antiguo y moderno a la vez.
Recorriendo las calles del viejo barrio de Santiago, rebautizadas muchas de ellas en época contemporánea con nomenclatura de decimonónico sabor liberal, acertamos a descubrir un establecimiento hostelero que, por la discreción de su fachada, casi pasa desapercibido.
En el número 5 de la calle de la Amnistía, un pequeño rótulo en su portada de madera acristalada, y el cartel expositor del “menú del día” identifican claramente el destino actual de este local, situado en las plantas baja y primera de un edificio de viviendas datado en los años 30 del siglo XIX.
El trazado bastante regular y ordenado del barrio de Santiago provoca un vago desconcierto en el paseante no avisado con detalle de las vicisitudes que ha experimentado a lo largo de su historia, cuando se le comenta que estamos en uno de los sectores más antiguos de nuestra ciudad, con orígenes en la Baja Edad Media, a partir de su repoblación en el siglo XII.
Y es que, aunque las casas y el urbanismo en general del pequeño barrio urbano resultan bastante antañones y tradicionales, en ninguna de sus calles y plazuelas se adivina la villa castellana medieval.
La barriada recibe su nombre de la antigua Parroquia de Santiago Apóstol, fundada en la plaza de su nombre por los caballeros de Santiago, oriundos de Castilla y de León, que acompañaban al rey Alfonso VI durante la conquista del reino taifa de Toledo. Caída su capital en 1085 mediante capitulación, Madrid, una de las principales fortalezas islámicas, entraría asimismo en la órbita política castellano-leonesa. La fundación de esta parroquia se debe datar en el siglo XII, ya que aparece reseñada en el apéndice del Fuero de Madrid, del año 1202. Demolido el antiguo templo en 1806, el actual que podemos contemplar (Fig. 1) fue terminado de edificar en 1816 bajo planos del arquitecto Juan Antonio Cuervo.
Los límites del actual barrio, de notable unidad en su configuración urbanística, se pueden establecer por las calles de Vergara, Escalinata, Bonetillo, costanilla, calle y plaza de Santiago, finalizando en la plaza de Ramales. Su antigua estructura y caserío medievales desaparecieron casi en su integridad con motivo de las obras de demolición y explanación de las actuales Plazas de Oriente y de Isabel II, iniciadas bajo el reinado del intruso José I Bonaparte, y efectuadas entre 1809 y 1811.
En este área urbana en concreto perecería la antiquísima Iglesia de San Juan Bautista, que documentalmente consta consagrada por fray Roberto, obispo portugués de Silves (capital del Algarbe, reconquistada en 1249 por el rey luso D. Alfonso III), en el año 1254. Se trataba de un inestimable ejemplo de templo románico-mudéjar de una sola nave, ábside semicircular, y elevada torre mudéjar en ladrillo, como la mayoría de los que entonces constituían las parroquias madrileñas. Desaparecieron asimismo, el convento de Santa Clara, en la calle homónima, regido por religiosas de Santa Catalina de Siena; y palacios y casonas señoriales de los siglos XIV y XV de ilustres linajes como los señores de Luzón, en la calle que aún lleva su nombre; asimismo encontraríamos las casas solariegas de familias como La Canal, o los Álvarez de Toledo, en cuyas casas llegaron a alojarse favoritos tan renombrados como don Álvaro de Luna, e incluso monarcas como don Juan II y don Enrique IV.
Con el final de la guerra de la independencia (1808-1814), y finalizados los turbulentos tiempos de represión y pronunciamientos liberales y absolutistas del reinado de Fernando VII, se pudo iniciar la reconstrucción del demolido barrio de Santiago, entonces un erial; las Plazas de Oriente y de Isabel II aún tardarían unos años más en ver finalizadas sus obras urbanizadoras y arquitectónicas. Las nuevas calles se trazaron con una configuración más regular que el de las vetustas calles medievales, cuyo caserío apretado se había visto constreñido por la proximidad de la muralla cristiana del siglo XII. Calles rectas que se entrecruzan en ángulo recto, en su mayoría, basándose en la reglas del plano hipodámico. Las nuevas viviendas estarían integradas en edificios de cuatro plantas de fachadas sencillas y balconajes de hierro compuestos de finos barrotes cilíndricos anillados. Estos últimos herencia de los que ya venían empleándose en Madrid desde el siglo XVII; pero las penurias económicas en el momento de su edificación (1833-1836) no daban para más. No obstante, en estos edificios podemos ver los primeros ejemplos de balcones con guardapiés en forma de sencillas espirales de forja, y que experimentarían un desarrollo barroquizante a lo largo del reinado de Isabel II. Los montantes de los portales empezaban también, tímidamente, a mostrar las posibilidades de los artesanos de la forja, con las volutas que rodean las fechas de finalización de la construcción de cada una de las fincas (“1833”, “1834”, “1836”, etc.).
2. Un restaurante del XIX, en el siglo XXI.
Es en los bajos de uno de estos edificios alzados en plena época del romanticismo, donde encontramos este reseñable establecimiento.
Nada más rebasar la puerta se comprueba lo singular del local. Su decoración nos retrotrae a los finales del siglo XIX o los inicios del XX. Su vestíbulo de recepción aparece amueblado con un piano que, según comprobaremos tiene una función más práctica que la simplemente decorativa. A la izquierda se observa un recoleto ámbito (Fig.2), perfectamente aprovechado y acondicionado para acoger dos mesas, y espectacularmente segregado del vestíbulo mediante grandes vigas horizontales y verticales de madera, que forman parte de la estructura sustentante del edificio.
No hemos terminado de contemplar los múltiples objetos que decoran este ámbito cuando somos acogidos por uno de los dos “maitres” del restaurante; indistintamente, Cristóbal Parrondo y Ramón Taibo (Fig.3). Los buenos modales y la amabilidad son las premisas en la atención a la clientela. Si vienes con “reserva” el acceso al paraíso de Lúculo es inmediato; si no es así, moverán cielo y tierra discretamente para que consigas una mesa. No podemos evitar felicitarles efusivamente por la permanencia de su negocio –y más aún en estos tiempos, en que por desgracia la existencia de muchos resulta prácticamente efímera-, cuando nos informan que el próximo mes de mayo de este año 2010, cumplirán 25 años de trayectoria ininterrumpida. Y comenzaron adquiriendo un local cuya función original como carbonería no anticipaba en absoluto el giro radical en la orientación prevista para el negocio. Gran reforma que hubo que abordar, conservando los elementos sustentadores de enormes vigas de madera, y sólidos dinteles y jambas; todos ellos con más de 170 años de antigüedad.
Y así, accedemos al comedor principal (Fig. 4), de forma rectangular y alargado, pero no estrecho. Su amueblamiento y decoración producen una impresión de recargamiento agradable; efectivamente, no hay sensación de agobio por esa tendencia decorativa que buscaba contrarrestar el “horror vacui” finisecular decimonónico. Recibes la impresión de vivir un momento de especial privilegio al pisar uno de los antiguos cafés o fondas que antaño hacían más agradable la existencia en nuestra ciudad, y que fueron desapareciendo mediando el siglo XX. No nos extrañaría toparnos entre los comensales con severos y correctos caballeros de levita, cuello almidonado y atusados bigotes, y empingorotadas damas de grandes sombreros floridos, incómodos miriñaques y guantes bordados.
Acentúan este encanto que atribuimos al Madrid de la clase media y burguesa madrileña, la disposición de los pequeños reservados, independizados unos de otros por mamparas de madera, con asientos corridos adornados por tapetes de ganchillo (Fig. 5). Inevitablemente, a los que ya peinamos canas, se nos viene al caletre el recuerdo de los antiguos trenes de largo recorrido con sus departamentos separados e independientes del pasillo general, al que había que salir si te apetecía fumar un cigarrillo.
Las paredes adornadas de pequeños tapices, reproducciones de grabados de Brambilla, y antiguas fotografías (familiares, de bodas, de militares, etc.), refuerzan esta impresión de haberte convertido en un viajero del tiempo con parada y fonda en la época de tus bisabuelos.
Tras un acceso de gruesas jambas y dintel de madera, contemplamos una empinada escalera de altos y recios escalones de madera, cuyo ascenso es notablemente facilitado por el apoyo de una bonita barandilla de forja (Fig. 6), cuyas paredes recubiertas de viejos grabados, fotografías, y objetos menos identificables, no dejan de evocarnos la vieja casa del pueblo de nuestras nonagenarias tías-abuelas, cuyas estancias reverberan silenciosamente el eco de viejas historias familiares que ya nadie tiene interés en escuchar.
Rebasando el último descansillo de la escalera, a cuya izquierda dejamos los aseos (que no visitamos en este reportaje, para dejar un resquicio de curiosidad a satisfacer por los lectores), accedemos al salón de la planta principal (Fig. 7), decorado con dos grandes aparadores, y cuyas mesas modulares permiten la individualización en pequeños grupos de los comensales, o bien, como muestra la fotografía, disponerlas para la celebración de un banquete con numerosos asistentes. En total, cuenta con una capacidad de entre 25 y 28 personas, que sumadas a las que dan cabida la planta baja, resultan un total de 80 comensales de capacidad máxima. En este salón reservado, encontramos nuevamente las fotografías de personas de las que tenemos la certeza absoluta que nos han precedido hace tiempo en el viaje final, como algún viejo aparato de radio, y la iluminación suave y relajante que otorgan los apliques de pared, facilitan la impresión de confortabilidad, intimidad y relajación que permitirán a los comensales disfrutar con mayor intensidad de la gastronomía cuidada y bien seleccionada que ofrece el restaurante.
Así, destaca su especialización en comida mediterránea e internacional, destacando sus especialidades en “foie” de pato a la manzana, medallones de rape con langostinos, y carne villagodio de cebón. No por ello, descuidan el disponer de un menú diario, de calidad y presentación muy cuidadas, compuesto de cuatro primeros platos y cuatro segundos, con un buen vino de la Rioja y postres caseros dignos de elogiar, con una excelente relación calidad-precio.
Estos detalles los pueden confirmar tanto el autor de estas líneas como las personas que acudimos a este local y que nos sentimos tratados más como amigos que como clientes.
3. Una agradable sorpresa musical.
Todo lo anterior, y plenamente coherente con el nombre del establecimiento y la proximidad del Teatro Real, se encuentra aderezado los fines de semana, viernes y sábados, con excelentes interpretaciones de selectas piezas de ópera y zarzuela por parte de una excelente soprano y la alternancia de otros artistas, acompañados de los sones del piano.
Como novedad absolutamente enriquecedora sobre la trayectoria ya conocida en este restaurante de amenidad musical, destacaremos la presentación, dos jueves de cada mes, de la agrupación musical “Asociación de Amigos de Valeriano”, constituida hace escasos años, pero de una calidad indiscutible, tanto por el repertorio elegido, como por los artistas que lo integran, la mayor parte procedentes de los países del Este, tal y como revelan los nombres de sus miembros: Tatiana Melnychenko, Valeriano Ganghebeli, Mila Volkova, Galina Gureva, Alina Artemieva, Albert Scuratov, y su representante, Natalia Matchabeli (Fig. 8).
Siguiendo la tradición de los “cafés-cantantes” europeos de comienzos del siglo XX (en este caso concreto, habría que referirse a un “restaurante-cantante”), se trata de recuperar un elemento indiscutiblemente perteneciente a la tradición cultural europea, que combinaba el concepto de los cafés como lugares de reunión social, en el que se cultivaban la tertulia, la lectura de novedosas obras teatrales y poéticas, junto con la actuación de orquestas y pequeños números musicales; estos últimos, cuando no se contaba con artistas contratados “ex profeso”, solían ser interpretados en ocasiones por los propios camareros del local, lo que evidenciaba lo polifacéticos y versátiles que podían llegar a ser estos estilosos profesionales de la hostelería.
En el caso de LA ÓPERA DE MADRID, no se reproducen estas singulares características en los artistas que exhiben sus dotes canoras. Los músicos son auténticos profesionales dedicados en exclusividad a este menester que no compatibilizan en absoluto con la labor hostelera.
Nos encontramos ante auténticos profesionales del “bel canto” que, por diferentes circunstancias momentáneamente no tienen acceso a los grandes escenarios, como pudiera ser el inmediato Teatro Real. Esta circunstancia no resulta excesivamente sorprendente si tenemos en cuenta la escasa educación musical que ha caracterizado a nuestra nación.
Los artistas que amenizan las cenas consiguen de esta forma mantenerse en activo y, sobre todo, que les escuche el público; es la mejor forma de verificar posibles errores en sus interpretaciones para seguir perfeccionándose. La calidad de los mismos es incuestionable, llegando alguno de sus miembros a atesorar primeros premios en eventos musicales de tan renombrado prestigio como los celebrados en Toulouse, y concursos como “Julián Gayarre”, o “Pedro Lavirgen”. Los retos del perfeccionamiento personal, y el de agradar al público les impulsa a renovar continuamente el repertorio, recurriendo a piezas célebres y otras no tan conocidas, de primerísimas figuras de la composición europea de los siglos XVIII y XIX como Rossini, Verdi, Puccini, Wagner, etc. Todo ello sin descuidar, por supuesto, nuestro “género chico”. Instituciones culturales de incuestionable prestigio, como el Ateneo de Madrid, en donde dieron un concierto el pasado 28 de febrero, cuentan también la dicha de contar con sus cuidadas interpretaciones.
Concluyendo, asistir a LA ÓPERA DE MADRID, se convierte en la disculpa perfecta para pasear por unos rincones impagables del Madrid del romanticismo, rastrear el Madrid medieval, admirarse ante el Madrid cortesano del Siglo de la Ilustración, perderse en las callejuelas del Madrid de los Austrias, y deleitarse con una gastronomía de calidad enriquecida por la gentileza y atención de sus anfitriones, al mismo tiempo que nos deleitamos con las más bellas composiciones musicales surgidas del intelecto y la sensibilidad artística de los más grandes compositores musicales que ha engendrado el género humano.
Si creen que exagero, les invito a recorrer la ruta de los placeres que enumero en el párrafo anterior y estoy seguro que, como personas sensibles que son, no tendrán más remedio que ratificar todas y cada una de las afirmaciones que expongo en este breve escrito.
¡Disfrútenlo!
Fotografías: Juan Antonio Jiménez
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