Chocolate o El Sueño de Gaspar

Todo comenzó con un mal sueño, con una pesadilla absurda y disparatada, luego Gaspar, célebre cocinero de la Corte, tras despertar con el ánimo algo estremecido, comenzó una larga jornada donde se fueron acumulando sin tregua los infortunios. Cuando al fin llegó el atardecer de aquel triste día de diciembre, Gaspar acudió presuroso junto a su amada Marcela, buscando en su compañía algo de consuelo para aquella adversidad.

La casa se encontraba en las afueras de Madrid, casi en campo abierto, en la zona llamada de Leganitos, por ello Gaspar llegó ante su amiga, no solo abatido y malhumorado, sino aterido de frío por el viento inclemente del Guadarrama que desde allí soplaba. Mas Marcela le recibió cálida y dulce, con su acogedor abrazo, que resultaba siempre generoso y alentador.

- ¿Qué os sucede Gaspar?- preguntó ella al adivinar en el rostro de su amigo tanta agitación.

Pero Gaspar quedó largo rato en silencio, aún tiritaba de frío, por ello se sentó muy cerca de la lumbre, su interés parecía concentrado en las llamas rojas que ardían en el hogar. Mientras añadía un nuevo leño al fuego, Marcela le observó de reojo, realmente parecía turbado.

- ¡Vamos Gaspar, amigo mío! Contad de una vez qué os preocupa, no permitáis que ante vuestro silencio, imagine yo un drama de lo que seguramente no es más que una contrariedad. Tened confianza conmigo y abrid vuestro corazón…

Gaspar, abrumado, no sabía bien cómo contar… lo cierto es que todo había empezado con un mal sueño:

Un mal sueño donde Gaspar se veía así mismo caminando por las viejas cocinas del Alcázar. Parecía cualquier día de los muchos de su larga experiencia como cocinero en la Corte. Gaspar avanzaba entre los fogones, inspeccionando recipientes, aderezando carnes, sazonando con destreza hortalizas. Recorría los oscuros pasillos abovedados, envuelto en las telarañas brumosas del sueño. Ante él un enorme puchero hervía a borbotones, ya se percibía el apetitoso aroma que se esparcía por los oscuros pasillos del palacio. Entonces Gaspar, con gesto diestro, retiraba el guiso del fuego, parsimonioso, con toda ceremonia, levantaba la tapadera de la olla, y allí, ante sus ojos aterrados, aparecía un enorme trozo de carne negro y retorcido, una masa informe de carbón.

La frente de Gaspar se perló de sudor con el recuerdo.

- Querido Gaspar, eso no es más que un sueño, una quimera… no debéis darle mayor importancia. Sois un gran cocinero, el predilecto de la reina de España, ¿Cómo puede afectaros tanto un simple sueño…?

A Marcela le divertía, que aquel hombre corpulento y de aspecto algo severo, se comportara a veces como una criatura.

Pero no, no solo había sido un sueño, aquel mismo día en el Alcázar, a la hora del almuerzo, la reina, la exquisita Isabel de Farnesio, había rechazado con un mohín de disgusto su guisado de cabrito.

¿Rechazado mi cabrito? ¿Mi especialidad? ¡Mi cabrito encebollado! ¡Si hasta entonces era el plato favorito de la reina!...

Pero la hermosa Marcela no estaba dispuesta a aceptar ese ánimo tan melodramático en Gaspar:

- Pues bien, ¿qué os alarma? Puede que esté desganada - le dijo- ¿Quién os asegura que no se encuentre preñada de nuevo? Eso a muchas mujeres les produce inapetencia. - Y continuó con su reflexión- ¡Muchos hijos ha dado hasta ahora al rey…! ¿Por qué no uno más?... Todavía es joven.

Marcela sonreía animosa ante su amigo al que se veía tan agobiado. Gaspar era un hombre entrecano, ancho de hombros, vigoroso y recio, pero de ademanes delicados. A pesar de sus cuarenta y siete años que a muchos otros ya otoñaban, a él aún le permitían conservar cierto atractivo. La mujer pensó que aquel aire huraño que le acompañaba esa tarde, no le restaba encanto, aunque esa inusual inquietud de aquel día, si le arrebataba su habitual brío. Sufría el cocinero tal dolor en su orgullo, por aquel pequeño desprecio de la reina, que se convertía en una herida en su corazón.

Esa misma mañana, temiendo haber caído en desgracia, se había dirigido con esa zozobra a la Plazuela de la Leña, donde una vieja conocida, echadora de cartas, pudiese tranquilizarle con la visión de su futuro:

"Mira lo que te digo Gaspar, - dijo la mujer después de contemplar detenidamente los naipes - cuídate de lo que ha de venir, pues soplan vientos de cambio. Así es, no me equivoco, estas cartas barruntan mudanzas en tu porvenir…, ellas dicen que antes de que acabe el año abandonarás las cocinas del Alcázar para siempre…"

- Como veis Marcela, esto es lo que me aflige, y no puedo rechazar de mi ánimo el temor a ser despedido de la Corte, despreciado tras tantos años y tantos esfuerzos en el servicio de palacio…

- Quizá os alarmáis sin motivo, puede que otra sea la causa…

- ¿Decís otro motivo?... ¿A qué os referís pues…?

A él solo se le ocurría otra posibilidad, y un negro presagio, como el vuelo de un cuervo, cruzó su mente.

¿Acaso habré muerto antes que finalice el año?

Y se le heló la sangre con este pensamiento.

Marcela intuyó la patética reflexión de su amigo y le abrazó protectora, ni siquiera sugirió que se trataba de supercherías… Ahora entendía la causa de aquella preocupación, la congoja que había traído con él aquella tarde. Así dejó pasar un tiempo, en silencio, hasta que reunió nuevos argumentos para intentar reconfortarle:

- Gaspar, no temas, sois muy apreciado en la Corte, la reina os tiene en gran estima. No podrá prescindir de vos.

Pero Gaspar sabía de la frágil memoria de los príncipes. Aún recordaba lo sucedido en el Alcázar, tiempo atrás, cuando llegó a la Corte el nuevo rey Borbón, ese joven Felipe V, que venía de Francia, con todas aquellas costumbres tan remilgadas. Él entonces apenas era un humilde pinche de cocina, no tendría ni trece años. Lo cierto es que vio desfilar por los fogones a muchos ilustres cocineros que fracasaban en el empeño de complacer el delicado paladar real. Nada satisfacía a los jóvenes monarcas. Aquellos abundantes guisos bárbaros y grasientos tan castellanos, que les presentaban, distaban en gran medida, del sofisticado y exquisito gusto de la elegante Corte francesa. Y aún fue peor unos años después, al poco de enviudar el rey, siendo ya Gaspar un joven cocinero. Con la llegada a la Corte de Madrid de la nueva reina de España, se originó un auténtico cataclismo en las reales cocinas. Fue entrar la italiana Isabel de Farnesio en el Alcázar, y llenarse las despensas de mantequillas, harinas y parmesano… Otra vez cocineros y pinches fracasaban ante tan delicado, tan exquisito y majestuoso paladar. En pocos días, como un huracán, la enardecida soberana protestó, desterró y desmanteló toda la armonía y esfuerzo que en catorce años habían logrado reunir aquellos fogones. Muchos cocineros fueron despedidos del Alcázar para no regresar. Gaspar fue de los pocos que logró sobrevivir a aquella tormenta.

Marcela y Gaspar a pesar del largo tiempo que compartían su amistad, nunca antes habían hablado sobre estas cuestiones.

¡Qué reservado resulta Gaspar! pensó Marcela, siempre he respetado sus intimidades, ese extraño pudor… Aunque ahora, al conocer todos estos recuerdos e inquietudes, no solo siento curiosidad, sino un gran deseo de saber…

- ¿Y cómo os valisteis pues, para conquistar el favor de la reina?- preguntó muy intrigada.

- Con chocolate - contestó con sencillez.

- ¡¿Con chocolate?!

Aquello era sorprendente.

- Así es, con chocolate. Ya sabéis que en las cortes europeas apenas valoran este manjar que proviene de las Indias, incluso lo miran con desconfianza…

Marcela hizo un gesto de sorpresa, y con el movimiento, aunque no fue muy brusco, un remolino de cabellos negros se soltó de su moño esparciéndose enredados por sus hombros, el reflejo del fuego los volvió encarnados.

- …Su ignorancia sobre el chocolate, - continuó Gaspar - en nada se asemeja a nuestra devoción por él aquí, en España, pues nos es tan preciado.

De esta manera, mientras contemplaba los rizos que Marcela intentaba sujetar en su nuca con unos peinecillos, explicó como utilizando su talento e intuición, conquistó el esquivo paladar de la Parmesana, que hasta entonces desconocía aquel preciado placer.

- Veréis Marcela, comencé con un inocente desayuno. Aquel día, muy temprano, rallé meticulosamente, en mi viejo molinillo, una pieza escogida de cacao, desliendo con cuidado la vainilla, añadiendo la dulzura del azúcar…

Esa primera mañana, con el acostumbrado ritual palaciego, la reina, cómodamente incorporada sobre las almohadas del lecho, recibió una bandeja de dulces, bizcochos y rosquillas esponjosas, acompañadas por un búcaro de nieve, y ante todo la humeante, espesa y aromática salvilla de chocolate que para ella, había preparado Gaspar: un chocolate con el mágico poder de seducir paladares, endulzando el corazón.

¡Hum! Había exclamado la reina al relamer con la punta de la lengua sus labios. ¡Hummm! Repitió gozosa, antes de limpiar sus comisuras con el lienzo inmaculado, colocado junto a la salvilla. ¡Huuum! ¡Hummm! ¡Hummm! Exclamaba a cada sorbo, deleitada con el precioso líquido.

De esta manera, en breve, se convirtió la soberana en una adicta a la embriagadora gracia del chocolate, y desde aquel día, no pudo prescindir de tan feliz despertar.

- ...Luego, poco a poco, fui logrando el aprecio de los reyes, y también otras muchas distinciones, gracias a las distintos manjares que obré para sus delicados paladares, y sobre todo, merecí su exclusivo reconocimiento, su gran aplauso, con el cabrito, ya sabéis, mi afamado y tierno cabrito encebollado.

Un profundo suspiro conmovió el pecho del cocinero al recordar su especialidad repudiada.

- Como veis Marcela, mantengo mis temores, pues mis años en la Corte me previenen sobre los volubles afectos. Sé que un capricho de la reina puede apartarme de su lado, olvidando mi antigua fidelidad.

¡De qué no sería capaz esa mujer que expulsó del país, sin ningún remordimiento, a la mismísima princesa de los Ursinos! Aquel suceso, veinte años atrás, había conmocionado a todo Madrid.

Marcela que ya había recompuesto su peinado, recuperó su ardor y aconsejó a Gaspar:

- Pues querido amigo, si una vez el chocolate os salvó, y llenó de honores, quizá de nuevo, ese mismo chocolate pueda ayudaros a recuperar el favor real.

Era una excelente idea: Conseguir algo único, exquisito, tentador…

Ya en su casa de la calle San Bernardo, el cocinero Gaspar dio muchas vueltas en su cabeza a las palabras de Marcela.

Eso es, lograr un plato no solo novedoso, sino por supuesto admirable , que se funda con todo tipo de exóticas dulzuras dentro de la boca… Sí, esa es la clave…

Sería algo tan extraordinario que al contemplarlo todo mortal quedaría prendado de su originalidad y belleza, y que al saborearlo, sus sentidos caerían derrotados ante tan gozoso placer. Gaspar con su arte y habilidad debía enamorar de nuevo el frívolo y sensual paladar de la Parmesana:

Y muy importante será elegir el momento propicio para ofrecerlo a su majestad.

Gaspar recordó, que en breve sería el aniversario de las nupcias de los reyes, justamente un día antes de Navidad.

Esa será la ocasión adecuada , decidió.

En la cena de Nochebuena del Alcázar, Gaspar ofrecería a los reyes, como presente, el más extraordinario y suculento postre que jamás aquellos muros hubiesen podido contemplar.

Gaspar se puso rápidamente a trabajar en su proyecto secreto, y como necesitaba mucho tiempo, y tranquilidad, tomó licencia de su servicio en palacio durante unos días.

Comenzó la labor en el obrador de su propia cocina, con tal entrega y discreción, que en esas semanas, apenas salió de su laboratorio, ni siquiera para visitar a su amada Marcela.

En aquellos primeros días de invierno cayó una gran nevada en la Villa, Madrid se envolvió en un encanto blanco y silencioso, pero Gaspar, ajeno al frío y a la belleza alba de las calles, solo atendía a su trabajo.

Con exquisito cuidado eligió, uno a uno, los ingredientes, los mejores, los de mayor calidad, algunos de ellos, por su rareza, atesorados como joyas en su despensa. Molió cacao, añadió azúcar, vainilla,… luego aligeró la masa con aromática agua de azahar, y añadió huevos con sus yemas, con sus claras bien batidas, espumadas, olas repletas de azúcar…, casi había logrado la textura deseada, ahora solo faltaba un pequeño capricho, apenas un pellizco, una pizca del sabor exótico y penetrante del cardamomo.

Con aquel dulce material, Gaspar construyó delicadamente una pequeña réplica del palacio, una fiel maqueta de aquel viejo Alcázar de Madrid, con sus torres, chapiteles, tejadillos, y patios, e incluso reprodujo, con todo capricho, su famosa Torre Dorada.

El propio Gaspar quedó asombrado ante su obra.

¡Lo he logrado!...

Las lágrimas acudieron a sus ojos. No era soberbia, sino emoción, ya podía imaginar el efecto que surtiría en el comedor real, el momento solemne de descubrir tal obra de arte ante los reyes, sería sobrecogedor .

Todo gracias al buen consejo de Marcela. Gaspar pensó en ella con ternura.

¡Marcela! ¡Qué abandonada la he tenido estos días ! Y sintió un profundo afecto por aquella mujer generosa y discreta. Ya no solo era para él su amiga, sino algo más, quizá la persona con la que podía compartir un destino.

Aquella tarde Gaspar alquiló una carreta. Ayudado por algunos recios mozos de cuerda, colocó en ella y con sumo cuidado, su hermoso y frágil Alcázar de chocolate, luego cubrió todo con finos lienzos encerados y se dirigió al palacio. Aquel día sería la cena de Nochebuena. La carreta fue traqueteando por las accidentadas y polvorientas calles de la Villa. El frío diciembre ayudaría a mantener la solidez de aquella dulce joya, al menos, hasta la medianoche.

- ¿Qué decís Gaspar?, ¿Los reyes? No, no están… partieron ayer hacia el palacio de la Granja... ¿Lo ignorabais? Preguntaron por vos.

Gaspar escuchaba trastornado, sin apenas comprender.

- ¡Ausentes los reyes…!

- Ya sabéis…Su Majestad no aprecia demasiado el Alcázar, prefirió, a pesar del frio, llegarse hasta la Sierra Segoviana para celebrar las Pascuas…

¡La Granja de San Ildefonso…! ¡Tan lejos! Yo tardaría en llegar hasta allí, al menos dos jornadas, sin contar con la dificultad del camino, y la nieve,para cuando lo lograse, quizá los reyes ya estarían de regreso, y sin duda el dulce arruinado…

No hubo más remedio, allí quedó el pastel, desamparado en un rincón, olvidado en una húmeda despensa de palacio cubierto por los lienzos, esperando mejor momento para su presentación.

Con suerte para cuando retornen los reyes aún se mantenga entero, quizá no se haya ranciado…

Mientras abandonaba el viejo Alcázar madrileño, se decía estas cosas para consolarse, más a medida que se alejaba se iban desmoronando las imágenes de éxito, aquellos esplendores que durante esos días de extenuante trabajo se había forjado, de nuevo, regresó a su mente la intranquilidad y las palabras de la anciana:

Cuídate Gaspar, cuídate de lo que ha de venir, pues soplan vientos de cambio, y estas cartas barruntan mudanzas…”

Al marcharse, tan decepcionado del Alcázar, no pudo percibir un halo dramático y marchito flotando a sus espaldas, no pudo verlo pues pesaba sobre él la desilusión.

Apenas quedan unos días para terminar el año, mi destino está ya marcado, he intentado huir de él…quizá pequé de arrogante.

El cielo de la ciudad aquel día no era gris, ni blanco, era un cielo sin color muy triste.

El encuentro con Marcela fue el abrazo de una amiga, que acoge y consuela su amargura y decepción. No hubo demasiadas palabras pero si amor y ternura, con caricias y besos se protegieron, del abismo incoloro de ese triste cielo de aquella tarde. Luego cayó la noche.

Fue muy tarde, cerca de la media noche, cuando comenzaron atronadores los tañidos de las campanas. Todos los carillones de la villa, al unísono, anunciando la Natividad, la Misa del Gallo… Sonidos estridentes, continuos, con desazón…, irritantes.

- ¿Pues qué sucede…? ¿Por qué esa alarma?...

Sobrecogidos, Gaspar y Marcela avanzan hacia la ventana con los cuerpos enlazados. El cielo descolorido de Madrid se ha vuelto rojo, una luz anaranjada, pavorosa, envuelve el dramático tañir de las campanas.

El humo y las pavesas, el olor a hoguera les golpea el rostro, frente a ellos un gigantesco incensario se consume. El Alcázar, el Palacio de los antiguos Austria está ardiendo. No pueden hablar, la imagen es imponente, grandiosa y terrible.

Marcela, al fin, es capaz de recuperar la palabra, y susurrar a su amigo con la voz algo ronca:

- Allí tenéis vuestro destino Gaspar, como veis no es la muerte, ni el olvido de los reyes quien trae mudanzas para vos…

Y mientras habla, una luz ambarina tiñe sus ojos castaños, que quizá sonríen silenciosamente.

En la Nochebuena de 1734 ardió el viejo Alcázar de Madrid hasta convertirse en cenizas. Una pequeña chispa, un descuido, y luego un leve soplo avivó las llamas, que devoraron con saña aquella centenaria huella del pasado. Ardió con furia, ardió, y ardió durante días, y nadie logró sofocar el inmenso brasero. Un tiempo después, pasado el rigor del duelo, sobre aquellos escombros se alzaría un nuevo palacio, que traería con él otros tiempos, jóvenes ideas y muchas esperanzas.

Pero aquella noche Gaspar, el famoso cocinero de la Corte, junto a la cálida compañía de Marcela, fue testigo de cómo se consumía, como un decorado de cartón, un viejo mundo estancado y caduco. Mientras el pasado desaparecía envuelto en una gigantesca brasa, entre sus muros de fuego se fundía un pequeño, un dulce Alcázar de chocolate.

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Autor del artículo

Adriana Sánchez Garcés

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