Algunos oficios ya perdidos
Si hasta ahora he hablado algo sobre cómo era aquel Madrid que viví en mi niñez y en mi juventud, hoy quiero escribir una breves líneas sobre algunos oficios por aquel entonces bastantes comunes y que hoy prácticamente se han sumido en el olvido.
Recuerdo siendo muy niño haber acompañado a mi madre a comprar leche a la vaquería. No existían los modernos métodos de envasado y conservación de la leche por lo que se vendía recién ordeñada. La leche la sacaban de unos cántaros con unos cazos y el recipiente para llevársela a casa debía proporcionarlo el comprador. La vaquería de mi barrio estaba situada en la calle Francos Rodríguez. Según se entraba al edificio había un patio precioso con un pozo en el centro, a la derecha se encontraban los establos de las vacas y a la izquierda el mostrador; los dueños de la vaquería también eran fotógrafos y solían utilizar el patio como fondo para sus retratos. En casa la leche se hervía antes de consumirla y tenía una nata, riquísima, que comíamos con pan y que nada tiene que ver con la birriosa película grasa que es hoy.
Otro oficio que recuerdo ligado a mi niñez es el de los paragüeros-lañadores, dedicados a la reparación de paraguas y cacerolas. Hay que aclarar que en esos años resultaba más económico arreglar cualquier utensilio o aparato que comprar uno nuevo. Los paragüeros-lañadores trabajaban a domicilio - frecuentemente en los patios de vecindad -, y recorrían las calles portando sus herramientas - entre ellas un rollo de hojalata y un hornillo - y pregonando su oficio: “Paaaaragüeroooo lañadoooor”. De los paraguas arreglaban sus cierres o cambiaban las varillas; de las cacerolas tapaban los agujeros que con el uso se producían, porque aquellas cacerolas eran de aluminio o chapa esmaltada y el fuego las acababa dañando. Para su reparación primero se lijaba la superficie a arreglar y luego con estaño se sellaba, limando a continuación la soldadura. Con el paso del tiempo solía derretirse el estaño, presentándose de nuevo el agujero, o se producían otros nuevos.
No eran los paragüeros-lañadores los únicos que ejercían su profesión de manera ambulante. Como no existían tiendas donde poder afilar los cuchillos o las tijeras, tales menesteres eran llevados a cabo por los afiladores. Llevaban una especie de carrito que tenía una polea y una piedra de amolar enganchada con una cinta de cuero a un pedal. Con el tiempo el carrito fue sustituido por una bicicleta. Se anunciaban con un toque de un silbato característico, que se llamaba chiflo, y a continuación a voz en grito decían “El afiladoooooooooor. Se afilan cuchillos, navajas, tijeras,….”
Los vendedores ambulantes se llamaban teleros y se dividían en dos tipos: los que iban vendiendo por las casas, con su muestrario a cuestas, y los que vendían en las plazas, subidos en su camioneta o en su carro, ofreciendo sus lotes y engatusando con sus ofertas: “Mirad, mirad chicas estas magníficas sábanas, dignas del ajuar más preciado... Cuál es su precio me preguntaréis. ¿Cien, ochenta pesetas? Pues ni cien, ni ochenta ni siquiera sesenta... Yo os las vendo por cincuenta; sí, cincuenta, habéis oído bien y encima por ser hoy al comprar un juego os regalo esta estupenda manta zamorana. Y no acaba aquí la oferta, porque si además compráis otro juego de sábanas os lleváis este bonito pañuelo gratis. Venga mujeres, que con estas gangas se me acaba la mercancía pronto”. Vamos, los conocidos toda la vida como charlatanes y de los que se puede ver un simpático ejemplo en la película “Los ladrones somos gente honrada”, [Ver] , donde un genial Pepe Isbert ofrece por “por tres cuarenta y cinco seis hojas de afeitar para el novio, el marido o el sobaco; un cepillo de diente; dos gemelos surtidos; una caja de píldoras para el mareo y dos gomas para el paraguas”.
Los vendedores a domicilio ofrecían la posibilidad de cobrar a plazos, mientras que los charlatanes – por razones obvias - sólo al contado.
Como los colchones eran de tela y rellenos de lana o de borra - una especie de lana muy basta – había que sacudirlos frecuentemente para que quedaran esponjosos, labor que solía recaer en el ama de casa, que utilizaba para ello una palmeta. Sin embargo, con el tiempo tenían que ser periódicamente “esponjados”, porque la lana y la borra se apelmazaban y se formaban “huecos” en el colchón. Tal labor la desempeñaban los colchoneros, que también ejercían su trabajo de manera itinerante por las calles. Su modo de actuar era el siguiente: sacaban el relleno de lana o borra de los colchones, la lavaban y luego la secaban sobre una funda de tela. Una vez seca la golpeaban con una vara larga hasta desmenuzarla, hecho lo cual la volvían a introducir en la funda del colchón, que quedaba de nuevo mullido, listo para uso. Por cierto que como la tela de los colchones solía ser a rayas en colores, siendo el más frecuente el rojo, a los jugadores del Atlético de Madrid se les dio el nombre de colchoneros por vestir camiseta rojiblanca.
A falta de frigoríficos en las casas se utilizaban neveras que necesitaban de hielo para poder enfriar los alimentos. El hielo se adquiría en tiendas destinadas a tal efecto y no se vendía al peso, si no por barras. Hoy en día se sigue vendiendo hielo en algunos establecimientos, aunque la finalidad con la que se compra ya se no sea – habitualmente - la de conservar alimentos.
Al amanecer y al anochecer ejercían su oficio los faroleros. La tecnología de por aquel entonces no permitía el encendido y apagado automático de las farolas y tal función tenía que ser desempeñada manualmente. Los faroleros se valían de unas pértigas, que tenían en un extremo un gancho que servía para dar al interruptor que encendía las bombillas.
Más conocidos seguramente por los lectores eran los serenos, dedicados a labores de vigilancia y protección nocturna del barrio que les era asignado. A modo de uniforme vestían un guardapolvos y una gorra grises y portaban un grueso chuzo o porra - por si hubiera que poner firme a alguien, decían -. Se les confiaba las llaves de todos los locales y portales de su zona, que llevaban colgando en su cintura de un grueso cinturón de cuero y que por su aspecto y tamaño más semejaba una faja. Cuando alguien requería del sereno se le llamaba a voz en grito y dando unas palmadas, a lo que él respondía siempre: “Vaaaaaa”. Por cierto, que el de mi barrio se llamaba Manolo.
Siguiendo con el tema de la vigilancia, en todos los parques existían guardas encargados de velar de que no se produjeran actos de vandalismo o indecorosos para la moral de entonces. Vestían uniforme y llevaban una escopeta de postas. Si alguien cometía cualquier infracción el guarda podía sancionar al causante. Cerca de mi casa, en la Dehesa de la Villa, había gran cantidad de árboles frutales, y más de uno se llevó una perdigonada de sal al ser sorprendido robando fruta por la pareja de guardas.
Quiero terminar este breve resumen de oficios ya extintos en Madrid comentado algo de los cobradores de tranvía. Su misión, como su nombre indica, era la de cobrar el billete a los pasajeros, pues no ocurría como hoy en día en los autobuses, donde el conductor además de tener que conducir se encarga de vender los billetes. Los cobradores vestían gorra y chaqueta y portaban una cartera de cuero al hombro. La baja velocidad que alcanzaban los tranvías así como el disponer de cuatro estribos dificultaba su labor pues permitía que los pasajeros se pudieran bajar y subir en marcha, huyendo del cobrador para viajar gratis. A veces el tranvía sufría una detención involuntaria al salirse el trole de su posición o al intentar subir una cuesta muy pronunciada cuando iba lleno; entonces se bajaban los pasajeros del tranvía hasta que el tranvía superaba la cuesta y podía reanudar de nuevo su marcha, momento en el que los pasajeros volvían a subir al mismo.
Hasta aquí esta pequeña enumeración. Dejo en el tintero el mundo de las tiendas, bastante diferente al de hoy en día en muchos aspectos. Quizás haya otra ocasión para ello.
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