Los mozos de cuerda

Una ciudad es un lugar donde, en constante movimiento, transitan personas, animales, vehículos y cosas, pero lo inanimado no se traslada solo, hay que desplazarlo. Esta tarea que hoy hacen las empresas de mudanzas, mensajería y similares, antes, cuando no se había inventado el vehículo automóvil o todavía era caro se realizaba por medio de carros, de animales o a lomos de un ser humano. El Madrid del siglo XIX y principios del XX, una población bastante ajetreada, donde la movilidad ya era un asunto complicado tenía, como todas las poblaciones de cierta entidad del mundo, sus mozos de cuerda o cordel.

Junto a otros colectivos como los aguadores o los traperos eran imprescindibles para el funcionamiento de las ciudades. Cargaban con todo tipo de trastos ya fuesen pesados, voluminosos, delicados, valiosos, imprescindibles… Todo era susceptible de que ellos lo acarreasen incluso, como veremos, los seres humanos. Su origen, como ocupación remunerada, parece estar a fines del XVIII. Podía llegar a ser más económico contratar a uno o dos mozos que a un carro con tracción animal. Obviamente no se les consideraba en lo legal como bestias de carga, pero socialmente la impresión que se percibe muchas veces es que faltaba muy poco para que sus coetáneos los catalogasen así. Como todo trabajo que, en apariencia, sólo precisa de la fuerza física era menospreciado y reservado a las capas sociales más bajas.

Una regla no escrita hacía que el desempeño de los oficios llevase aparejado, aparte del origen social, el geográfico. Así los mozos de cuerda de Madrid eran en su gran mayoría gallegos y asturianos. Venían con intención de juntar el dinero suficiente que les permitiese volver algún día a su pueblo, comprar un terreno y dedicarse a la agricultura o a la ganadería, y llegar al fin de sus días con una vida más decente que la que les había lanzado a la emigración. Ese ahorro les obligaba a llevar una vida francamente miserable. Solían vivir en grupos durmiendo varios de ellos juntos en cuartuchos sin las menores condiciones de higiene.

Lo de cuerda o cordel viene por ser este objeto el que llevaban siempre consigo para poder atar y manejar los bultos, maletas y baúles. Uno de estos tipos de baúles, el conocido como “mundo” y que son las más pesados y difíciles de mover sirvió para hacer una cantidad ingente de chistes del tipo: Los mozos son los más desaprensivos porque siempre se echan el mundo a la espalda, o son los más importantes porque cargan el mundo sobre sus hombros. Otro chiste facilón era el que venía en decir que tenían el secreto de la eterna juventud porque independientemente de la edad que tuviesen siempre eran mozos. Aparte de estos circulaban otros muchos que les achacaban todas las gracias relativas a los de cortas entendederas, una especie de anticipo de los relativos a leperos.

Ayer como hoy el que tiene que mudarse padece indeciblemente por cómo se tratan sus bienes en el traslado y los mozos tenían fama de destrozones: “Si hay baúles, de seguro los vuelve del revés, y si ha de transportar la loza la revuelve dentro de una banasta, y casi nunca llega sana al nuevo domicilio[1].

En la actualidad el trato que se les daba en la prensa sería prácticamente inconcebible, por ejemplo, en El Observador de 24/12/1850, a causa de su acento, afirman que rebuznan y en El Heraldo de 21/07/1849 se dice “Un bestia de un gallego” al narrar un accidente; en La España de 02/07/1854 se les llama pollinos por jugar con sus cuerdas y poner en peligro a los viandantes, especialmente a los niños.

Su actividad llegó a estar prolijamente regulada, y su censo e identificación llegó a ser casi obsesivo. La razón era el riesgo de desaparición de las mercancías transportadas. Generalmente se encomiaba su honradez, pero no faltaban casos de robos o de hurtos, algunos de difícil demostración porque lo sustraído no era el equipaje entero, sino parte de lo que supuestamente estaba dentro. Por sí o por no en estos casos lo primero solía ser la detención del operario[2].

En 1844 se establece un reglamento que, en síntesis, contiene la esencia de los sucesivos que irían apareciendo. Por él se les obligaba a tener una licencia condicionada a la aportación de algún fiador de “garantías y honradez”, que tuviesen entre dieciocho y cincuenta años y que fuesen robustos. Cumplidos los requisitos se les inscribía en un registro y se les proveía de una chapa “de latón ovalada de cuatro dedos de ancha y con el mismo número de la licencia que se llevará siempre asegurada en el sombrero”. Quedaba prohibido el trabajo nocturno sin permiso especial y el ir por las aceras cuando estaban cargados. No se les permitía permanecer en las esquinas de las calles, así como sentarse o tumbarse impidiendo el paso de la gente, debiendo concentrarse en las plazas a fin de ser localizados cuando se precisase de su servicio. Estarían organizados en cuadrillas con dos capataces, elegidos por los mozos, que serían responsables de las posibles faltas, siempre y cuando no las hubiesen denunciado o procurado evitar[3]. Más tarde se pasó a cobrarles una tasa por la licencia[4]. En 1856 se estipula que tuviesen dos tarjetas idénticas, una para entregarla al cliente contratante y que sería recogida al terminar el servicio. En esta reforma los capataces pasan a ser un cabo primero y otro segundo elegidos por el gobernador y que, además de las tareas que ya realizaban los primeros, pasaban a responder de la moralidad de los que estaban a su cargo[5]. En 1859 una nueva regulación más minuciosa aún y, esencialmente protectora de los derechos de los clientes, añade la tasación del precio del servicio por el gobierno provincial sin que los trabajadores puedan pedir ni un céntimo más y aprovecha para añadir a sus obligaciones la de acudir en ayuda siempre que haya un incendio y la de denunciar los alborotos y escándalos de que sean conocedores.

Aunque no estaba recogido como tal, entre sus funciones, estaba la de seudocamilleros de heridos y enfermos. Esta competencia en pureza correspondía al personal adscrito a los hospitales y a las casas de socorro, pero habitualmente era más rápido y fácil localizar a los mozos. Esto conllevaba abusos de guardias y policías que, en última instancia, deberían ser los que tendrían que transportar al necesitado de socorro pero que forzaban a los mozos a cargar con el “muerto” (nunca mejor dicho en muchos casos). Esto irritaba doblemente a los fornidos maleteros, tanto por no cobrar el servicio como porque ni siquiera se les agradecía por ello. En 1854 escriben a La Iberia para hacer pública su protesta: “Profesamos la convicción de que el socorro a la humanidad afligida alcanza obligatoriamente a todos, y que por consecuencia ha de ser mutuo; empero lo que no se comprende es que sobre los que tenemos la desgracia de ser mozos de cuerda pese esclusivamente (sic) el servicio de camillas y que hasta se nos trate mal por los dependientes de la autoridad para verificarlo. Yo y alguno de mis compañeros hemos trasladado a San Gerónimo más de ochenta coléricos, resultando de aquí que durante estos viajes de oficio, hemos perdido muchos lucrativos, sin que por aquel servicio se nos diese las gracias, ni menos se nos exima del pago tributario[6].

Otras veces eran muy útiles para las fuerzas de orden público, ayudando en detenciones, a separar peleas, sacar a algún borracho de una fuente[7] e incluso controlar animales sueltos, como el caso de una vaca que en 1889 se hizo corriendo las inmediaciones de la calle de Latoneros[8]. A falta de cofrades también servían para sacar en andas los pasos procesionales[9], eso sí con ropajes que no hiciesen patente su condición laboral.

Uno de los aspectos que más llama la atención es la consideración, por parte de la mayoría de gentes, de individuos molestos, perturbadores de la tranquilidad de la vía pública que obstaculizaban el paso de los peatones y que representaban un peligro, tanto cuando estaban trabajando como cuando estaban entregados a sus diversiones, por los posibles accidentes que podían causar a terceros. Como hemos visto estos aspectos estaban recogidos en su reglamento. Hubo momentos en que las posibles penas son excesivas, así en 1804 se podía condenar con hasta seis años en los presidios de África a los asturianos “que se ocupan en ser mozos de cuerda, aguadores, apeadores de carbón, sirvientes y en otros exercicios” que se junten para bailar con palos y estacas en el prado del Corregidor inmediato a la Fuente de la Teja o en cualquier otro lugar. El fundamento de esta prohibición está, al parecer, en que estos bailes solían acabar en pelea[10]. Su forma de pasar el rato no era del común agrado: “…se ejercitan a la vista y participación del público en repartirse bofetadas y coces…”[11] o la queja de La España sobre que se entretienen tirando una navaja para clavarla en un melón[12].

Las protestas por caminar cargados por las aceras eran constantes, aparte de por el riesgo de arrearle a alguien con la carga, porque en temporada de lluvias si se topaban con un transeúnte y este optaba por bajarse se mancharía los zapatos o los bajos de pantalones o faldas de barro.

Lo de pararse formando grupos en las esquinas se convierte en una obsesión y los plumillas de todo pelaje denunciaban esto constantemente: “Apenas hay esquina en las calles de Madrid en la que no se halle alguno de estos robustos bigardos que tendido a la bartola sobre las duras piedras...”[13]No hay acera donde no se encuentre parada una porción de zánganos con chapa[14]. Ni que decir tiene que eran dados a lanzar piropos, pero de los gruesos, y eso les chirriaba a muchos[15]. También eran noticia por las peleas entre ellos, las más de las veces con vino de por medio, y otras por desavenencias laborales. Hay que recordar que tenían una buena arma para la lucha: sus sogas que sabían usar a la perfección.

Por la forma de compartir casa y habitación se convertían en un potencial peligro sanitario. Las reclamaciones para que las autoridades sanitarias efectuasen visitas periódicas a sus domicilios a fin de controlar el nivel de salubridad y tratar de evitar la propagación de enfermedades contagiosas eran constantes[16].

La creación en 1871 de los Mandaderos Públicos, encargados de llevar documentos, ocasiona un malestar entre los mozos que ven peligrar una de sus fuentes de ingresos y les lleva a organizar una manifestación que junta a más de doscientos y transcurre entre el Paseo del Prado y el Gobierno Provincial, donde se disuelven cuando se les notifica que sus reclamaciones serán atendidas si las hacen llegar por escrito[17].

Crearon al igual que las que iban surgiendo en otros gremios, sus asociaciones, futuros embriones sindicales, dando por nombre a la primera de ellas El Hércules en evidente alusión a su fuerza física[18].

Según avanzaban los tiempos les nacían competidores. En 1890 abre en Madrid una empresa innovadora sobre todo en los modos: Continental Express, el equivalente a una firma de mensajería actual. En una sociedad sin teléfono el recadero era algo de suma importancia y el aspecto del portador de la misiva es relevante, sobre todo si es algo delicado como una carta de amor y a nadie se le escapa que para esta función no era idóneo un rudo mozo de cuerda. La Continental ponía a disposición de sus clientes los petits rouges y los petits bleus (dependiendo de la librea que llevasen) que eran unos mensajeros de entre doce y quince años, bien vestidos, con guantes y con una flor en la botonadura del ropaje. Cumplían a la perfección el papel de criado particular o de paje o de los aristócratas, llevaban ramos de flores, cartas, cajas de bombones, etc. y a un precio asequible: treinta céntimos el servicio. Algunos auguraron que este era el principio del fin de nuestros mozos de cordel[19], pero su enemigo estaba en los avances científicos como el telégrafo, el teléfono y, sobre todo, el automóvil.

Todavía en 1921, trabajando duro, era una forma aceptable de ganarse la vida. Llegaban a embolsarse un duro diario y hasta se daban casos de haber conseguido los diez duros, eso sí, deslomándose, aunque para aquel entonces muchos usaban de un carro manual para ayudarse en la tarea, pero como se queja el entrevistado por Nilo Fabra en La Voz en 22/10/1921, el peso sobre los riñones al subir y bajar escaleras no se lo quitaba carrito alguno, y lo decía una persona que había podido levantar ciento ochenta kilos. En ese mismo artículo nos cuentan que la ciencia de su trabajo radica en saber usar el “reloj”, la cuerda en su argot, y que en el atar los bultos o sujetarlos al cuerpo está el arte de no hacerse daño y ser capaces de manejar grandes pesos y dimensiones.

Una competencia tremenda la representaban los soguillas. Estos individuos así llamados se hacían pasar por mozos sin serlo. El nombre les venía por ponerse una cuerda para simular el oficio. Muchos eran ladrones y timadores que actuaban con mala fe, pero otros eran hombres sin oficio que, desesperados y no pudiendo siquiera llegar a ser mozo de cordel, intentaban ganarse algunos cuartos trabajando sin licencia. Eran un producto más de la miseria de la ciudad. Actuaban preferentemente en las inmediaciones de las estaciones de tren, siendo los forasteros sus principales clientes o víctimas, dependiendo del caso. A veces lo de la soga al hombro solo servía para llamar la atención de la gente y pedir limosna sin que hubiese la más mínima intención de llevar peso alguno[20].

El menor nivel de demanda de los servicios enconaba la inquina contra los “ilegales” y ante la inacción de las autoridades llegaron a reunirse y manifestarse ante el gobierno civil. A causa de los soguillas y de la exigencia de los mozos a la autoridad para que se hiciese cumplir a rajatabla el reglamento, eliminando el intrusismo, se originó una peculiar polémica con Ramón Gómez de la Serna que se erigió en defensor de los primeros, argumentando que la demanda de los mozos consiste, en esencia, en pedir oposiciones para serlo, algo absurdo en su parecer ya que no se puede negar a nadie el uso de su fuerza física para obtener un beneficio, llegando a decir “No se puede cerrar el único camino que le queda al hambriento desesperado”. Los operarios, por medio de su Sociedad de Socorros, argumentaron que no pedían oposiciones ya que, muy al contrario, entre otras cosas “son funcionarios gratuitos del Estado, al servicio de la policía” remachando que su única petición es que se respeten los derechos derivados de su licencia[21].

Hacia 1928 es ya un oficio en vías de extinción. El taxi era algo bastante más habitual y un poco más asequible que en épocas anteriores y les representó la auténtica puntilla. Si en 1886 según la Revista de España (3/1886) había seiscientos ocho censados, en 1928 figuraban novecientos registrados, pero de estos sólo ejercían unos doscientos, el resto estaban dados de baja por muerte o invalidez[22] y los que ejercían eran de una edad considerable y tenían que seguir bregando con los mendicantes soguillas. En 1930 no pasan de cuatrocientos los censados, con los precios cayendo en picado y sin demanda para todos[23]. Sólo perduraría el mozo de estación y su trabajo específico era llevar los bultos desde el andén del tren hasta el taxi o la puerta de salida.

Claro está que como de algo se tiene que vivir hubo algunos que aprovechando la cantidad de horas que estaban en la calle crearon una especie de ETT o agencia de empleo para asistentas: si algún ama de casa necesitaba empleada acudía a los instalados en la Puerta del Sol que tenían un conveniente fichero de las que buscaban trabajo[24].

Bibliografía:

  • Diario de Madrid.- 23/06/1804
  • Semanario Pintoresco Español.- 23/12/1838
  • El Espectador.- 13/09/1844, 01/07/1845, 12/09/1847, 07/10/1848
  • El Español.- 20/09/1845, 08/101/45, 17/01/1846, 31/01/1847, 29/07/1847
  • El Heraldo.- 10/03/1847, 29/05/1847, 21/07/1849
  • El Clamor Público.- 04/09/1847, 15/10/1847, 27/10/1848, 08/09/1854, 26/02/1857, 16/04/1857, 22/11/1862, 10/03/1864
  • El Eco del Comercio.- 29/10/1847
  • La Esperanza.- 05/01/1848
  • La España.- 06/10/1849, 02/07/1854, 23/09/1854, 08/10/1858
  • El Observador.- 24/12/1850
  • Diario Oficial de Avisos de Madrid.- 27/09/1853, 26/03/1857, 23/02/1859, 23/03/1867, 14/03/1907
  • La Iberia.- 14/08/1855, 22/04/1856, 16/12/1871, 19/09/1881
  • La Correspondencia de España.- 02/08/1867, 26/05/1868, 01/09/1875, 18/08/1876, 07/11/1877, 13/10/1891, 24/03/1894, 20/11/1916
  • La Discusión.- 14/12/1871
  • Gil Blas.- 17/12/1871
  • El Periódico para Todos.- 03/01/1874
  • El Globo.- 14/03/1883, 19/01/1884, 21/03/1897, 05/02/1903, 25/02/1926
  • El Liberal.- 10/11/1883, 29/07/1885, 09/10/1887, 12/07/1891, 07/10/1901
  • El Día.- 11/06/1885, 24/11/1887, 14/02/1898, 27/01/1900
  • Revista de España. 03/1886
  • La Unión.- 06/04/1887
  • La Época.- 09/11/1889, 16/02/1924, 18/03/1926
  • La Ilustración Ibérica.- 22/02/1890
  • El País.- 06/11/1890, 19/06/1908
  • El Imparcial.- 12/03/1893, 02/02/1901, 03/03/1901, 11/03/1901, 03/03/1928
  • Las Dominicales del Libre Pensamiento.- 23/06/1893
  • El Nuevo Régimen.- 30/11/1895
  • Alrededor del Mundo.- 25/01/1900
  • La Ilustración Española y Americana.- 30/01/1901, 08/12/1910
  • El Heraldo de Madrid.- 16/11/1907, 18/11/1916, 19/07/1923, 22/05/1926, 04/06/1930
  • El Duende.- 25/01/1914
  • La Lectura Dominical.- 15/05/1915
  • Nuevo Mundo.- 14/09/1917
  • El Mentidero.- 25/01/1919
  • La Voz.- 22/10/1921, 20/10/1922, 26/09/1930
  • El Sol.- 15/06/1923, 17/06/1923, 19/06/1923
  • La Acción.- 09/08/1923
  • Estampa.- 13/05/1930
  • La Libertad.- 20/09/1930
  • Crónica.- 09/11/1930

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Autor del artículo

Alfonso Martínez

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