Los colilleros y su industria

Reciclar, algo tan actual y consistente, según la primera acepción del DRAE, en “Someter un material usado a un proceso para que se pueda volver a utilizar”, es algo que históricamente han venido haciendo las clases más necesitadas de forma habitual siendo algo imprescindible para su subsistencia. Desde usar la ropa vieja de otros, propios o ajenos, a poner lañas a las cacerolas viejas, pasando por los remiendos a cualquier elemento, todo se apañaba para ser puesto nuevamente en circulación, apurando al límite su vida útil.

Los alimentos no eran ajenos a estas prácticas (un hueso hacía muchos, a veces demasiados, caldos), y tampoco el tabaco. Lo que uno deja de fumar de un pitillo o el resto de un puro, puede ser aprovechado y a veces, dependiendo de la situación, llegar a ser algo muy codiciado. Por ello es susceptible de convertirse en objeto de una industria, y así se vio hace mucho tiempo, no sólo en España y en Madrid, sino que allende nuestras fronteras esta práctica que vamos a contar también era habitual.

Al igual que todos los tráficos nacidos de la necesidad el del tabaco usado era más floreciente cuanto más dramática era la situación social, dándose sus mejores momentos en periodos de guerra o de posguerra. Como más cercano a nosotros podemos recordar que aparece en La Colmena de Cela o en la película de Ladislao Vajda Mi tío Jacinto, donde vemos en el deprimido y deprimente Madrid de 1956 a Pablito Calvo y a Antonio Vico ejerciendo de colilleros.

Para encontrar el supuesto origen de este comercio nos vamos a 1886 cuando los diarios La Época y La Iberia[1], nos hablan de la jubilación del colillero más veterano de la Villa y Corte, que se retira bastante arreglado de dinerario y del cual no tenemos el nombre. Hay dos fechas que representan sendos hitos en esta historia: cuando en 1839 durante la primera guerra carlista, nacen sus rudimentos, y en 1854 en plena revolución de la Vicalvarada, donde da comienzo el “perfeccionamiento” del esquema.

En 1839 la carencia de la guerra hizo que se diese en recoger los restos tabaqueros para revenderlos al bulto y que la clientela se apañase como pudiese. Solamente se hacía la separación por sus diferentes orígenes: las colillas propiamente dichas, o sea las procedentes del cigarrillo liado, y los coraceros, que son los restos de los puros.

En la revolución de julio de 1854, con los estancos cerrados, Madrid quedó huérfana de tabaco y el poco que había disponible iba a parar a la tropa. Nuestro personaje se percató de que los soldados, en precaución de que la cosa fuese para largo, desliaban los restos de los cigarrillos, lavaban la picadura, la secaban al sol y después hacían nuevos pitillos, prolongando así sus existencias. Eso y el haber oído como un consumidor decía, mientras cogía una colilla del suelo para fumársela directamente, “¿No se comen las ratas en la ciudades sitiadas? ¿Por qué no han de fumarse las colillas?” le llevaron a parir todo un nuevo sistema de confección. No hay que pensar que lo que sigue fuese, forzosamente, un invento nuestro ni de este hombre ya que lo que se hacía aquí se dio también en la mayoría de las grandes ciudades europeas y americanas. Lo más probable es que la lógica de las cosas llevase a ello y existiesen variaciones propias de cada zona. El sistema de reelaboración, supuestamente nacido en 1854, se observa que es prácticamente el mismo a lo largo de, por lo menos, un siglo. Como en toda cadena productiva bien organizada necesitamos de varios elementos, siendo en nuestro caso los componentes básicos: colilleros, pitilleras y distribuidores.

Los colilleros eran los recolectores y, conforme a la taxonomía que hizo en 1890 La Época[2] los había de dos tipos, los ambulantes y los fijos. Los primeros son los que cogían las colillas en las calles y los segundos los que compraban las recogidas en los locales públicos, esencialmente cafés. Esta no es una división inalterable ni exacta ya que muchas veces se cambiaban los papeles. También recibía el nombre de colillero el almacenero industrial, aunque se le conocía en este mundillo como el capitalista. Las pitilleras eran las trabajadoras del producto y la distribución corría a cargo tanto de mujeres que llevaban las cajetillas a domicilio y por encargo (solía ser el personal más agraciado de toda la cadena), como de hombres que vendían bien callejeramente, bien a puestos fijos en el Rastro y otros lugares situados de forma mayoritaria en los barrios bajos.

Presentados los personajes hay que explicar la elaboración y venta. Los capitalistas compraban el género a los colilleros a diferentes precios dependiendo del origen, siendo siempre más baratas las procedentes del suelo de la calle. Después venía el almacenaje y separación por tipología, o sea el llamado expurgo. Tras esto tocaba el desliado en el caso de los restos de puntas de cigarrillo y el triturado en el caso de los coraceros. Esta fase acababa pasando las mezclas por un tamiz que quitaba restos excesivamente gruesos.

Seguía una operación vital: el lavado y fermentado. La mezcla que había resultado se ponía en tinas con agua para lavarla. Era común añadir una parte de vinagre y se dejaba que aquello fermentase. Aquí nos encontramos con variaciones sustanciales, porque mientras para unos con ocho días bastaba, otros trabajaban con diferentes fases de fermentación, una corta de unos diez días para lo que acabarían siendo las cajetillas perrunas (más baratas y de peor calidad) y una de triple duración (como entre treinta y cuarenta días) para lo que iría a las cajetillas lechuguinas, o sea la “creme” del cigarrillo de segunda mano. Ni que decir tiene que el olor desprendido por aquello era inenarrable.

Tras el lavado se procedía al secado y oreo. Una vez seco llegaba el trabajo encargado a las pitilleras, que empezaban a picar y mezclar. La mezcla se hacía con un tercera parte de tabaco habano y una tercera parte de filipino o de estanco (este segundo era conocido como de cuarterón y el primero como de sangre) Se remataba con algunas hojas aromáticas (normalmente salvia, y de ahí el nombre de salvinos que recibían los pitillos que el cliente encargaba que tuviesen más contenido aromático) y con unas gotas de esencia, estas para darle más cuerpo y color.

Venía ahora el liado con papel de diversas variedades y calidades según la demanda y los gustos del mercado (de colores o blanco, con regaliz o alquitrán, con boquilla o sin ella, etc.) Muchas de estas labores se personalizaban a tal extremo que llegaba a ponerse el nombre del cliente, incrementando, lógicamente, el coste. Finalmente se encajetillaban y se distribuían como se contó unos párrafos atrás.

Aunque la clientela principal era la gente con menos posibles no era infrecuente encontrar consumidores pudientes. El que llamaremos “colillero fundador” afirma con orgullo que “El secreto de nuestra industria, aparte de la primera materia, consiste en la labor, que supera en mucho a la de fabricación nacional”

La vida de los colilleros y su entorno no era pacifica porque tenían que bregar constantemente con las autoridades. La persecución más habitual no les venía por lo insalubre y antihigiénico del negocio sino por el perjuicio a Hacienda, ya que esta actividad, que catalogaban como contrabando, mermaba considerablemente los ingresos procedentes del tabaco. Las frecuentes redadas de los agentes del Fisco por el Rastro, Lavapiés, las Rondas, etc. conseguían aprehender cantidades considerables de cajetillas. Llama la atención la defensa que hace un procesado por este asunto, ya que aduce que lo punible es el tráfico de tabaco y no es esto lo que él vende, sino algo que un día fue tabaco pero ya no lo es, y la materia prima de lo que comercializa es un deshecho abandonado libremente en la vía pública[3]

A diferencia de las autoridades, la prensa sí solía ver peligro para la salud pública en este asunto. El miedo principal que inspiraba el consumo de estos pitillos era el contraer la tuberculosis o la sífilis, enfermedades muy temidas en el periodo de qué hablamos[4]. En cambio no solía ser beligerante en lo hacendístico[5]. Cuando subía el coste de la vida o el precio del tabaco no tardaban en aparecer ironías referentes a la desaparición de las colillas en la vía pública ya que la gente nos las tiraba sino que las guardaba para fumarlas en casa, o es que ni siquiera les llegaba para comprar la cajetilla. Por supuesto se bromeaba con la segura ruina de los colilleros[6], pero su pervivencia parecía asegurada porque, aunque a nadie se le ocultaba que la procedencia[7] del género a consumir era, aparte de repulsiva, peligrosa, no afectaba a su consumo.

De toda la galería de personajes que formaban esta cadena el más popular era el golfo colillero. Los miembros de la “Orden del Bote”[8], así llamados por ser este recipiente donde solían ir depositando sus hallazgos, eran lo más visible de esta industria y encarnaban tanto las simpatías como las protestas. Su actividad no se solía percibir como perniciosa, incluso llegaba a aparentar que era beneficiosa socialmente por el mero hecho de limpiar las calles. A veces, cuando el trapicheo se hacía muy patente por la aglomeración de ellos en determinados lugares públicos (la plaza Mayor, Pontejos, etc.[9]) provocaba la repudia de los viandantes. Fue tanta su popularidad que cuando se habla de colilleros se suele entender que se refiere a ellos. Muy responsables de esto son los autores de comedias y zarzuelas que incluían este tipo de forma habitual. Costumbristas como Antonio Casero[10] los hacen protagonistas de poemas donde les pintan con el habla supuestamente típica de los habitantes de los barrios bajos de Madrid.

La realidad social era muy diferente a la reflejada en esas obras. El golfo colillero, aunque los hubiese de todas las edades, era de los más jóvenes, casi niños muchas veces, y su vida bastante dura porque el territorio de la recolección estaba acotado y dividido. Era normal que trabajaran en equipo y por zonas, aprovechando las salidas de los espectáculos, cafés y restaurantes y estaban sometidos a la inflexible ley de la oferta y la demanda.

Ni que decir tiene que eran objeto de las reglamentaciones represivas de la mendicidad. En 1905 el ayuntamiento dio en organizar cuadrillas de golfos para recoger colillas, no para el fin habitual, sino para tirarlas a los vertederos. Hubo confusión al principio sobre cuánto, como y cuando iban a cobrar por esta recogida de basura, ya que para que pudiesen recibir honorarios, hubo que clasificarlos como barrenderos suplentes. Al final, lo que en principio iba a ser una peseta al día, quedó en tres reales. Teniendo presente que no era seguro que se cobrase al día y que por cavar en el Parque del Oeste se cobraban dos pesetas, la cosa no funcionó y los colilleros siguieron durante mucho tiempo paseando sus harapos y latas por la ciudad en pos de los restos humeantes, bien para fumárselos, bien para destinarlos a ser un nuevo pitillo.

Bibliografía:

  • La Época.- 22/08/1886, 05/10/1890, 12/10/1890, 16/07/1901, 29/06/1905. 03/07/1905
  • La Iberia.- 30/08/1886, 05/05/1889,
  • La Correspondencia de España.- 18/08/1884, 21/09/1887, 14/09/1889, 02/11/1890, 19/069/1911, 09/01/1920
  • La Ilustración Española y Americana.- 08/01/1889
  • Diario Oficial de Avisos de Madrid.- 19/10/1890, 30/06/1905
  • El Liberal.- 27/01/1891, 13/06/1936
  • Nuevo Mundo.- 11/02/1897, 06/07/1905
  • El Álbum Ibero-americano.- 22/01/1899
  • El Día.- 23/01/1899
  • Madrid Cómico.- 21/04/1900
  • El Imparcial.- 18/01/1902, 21/05/1925
  • El Heraldo de Madrid.- 19/03/1902, 30/09/1903, 09/11/1920, 20/01/1928
  • El País.- 26/06/1905, 29/06/1905
  • El Globo.- 12/07/1905
  • La Ciudad Lineal.- 20/07/1905
  • La Última Moda.- 01/08/1909
  • El Mentidero.- 15/01/1916
  • La Acción.- 11/06/1918
  • Vida Marítima.- 20/03/1917
  • Mundo Gráfico.- 08/10/1919
  • La Libertad.- 12/08/1924
  • La Colmena.- Camilo José Cela. (1945/1946)
  • Mi tío Jacinto (película).- Ladislao Vadja (1956)

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Autor del artículo

Alfonso Martínez

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