Crónicas desde mi azotea (II) o la que montó el señor Lacierva

La tengo liá parda con mis vecinos. Ya saben ustés cómo son.  El caso es que el otro día que pasaba por aquí el señor Chueca le dije: “Don Federico es usté el tío más grande que ha parío España”. En esto que se me puso presopopéyico el dragón y me dijo que dónde dejaba entonces al Cid.

-         … porque no me dirá usted que lo del Cid era cualquier cosa.

-         Anda mi madre, como si la Gran Vía o El Bateo fueran un suponer.

Pero ca, que no termina ahí la cosa, que entoavía tercia el oso y me suelta:

-         Pero bueno,  vaya unos disparates que se gastan ustedes. ¿Y D. Ramón y Cajal? Si hay en  España un gran hombre ese es sin duda D. Santiago.

-         ¿D. Santiago? Anda la osa - dicho sea con el debido respeto y la consideración debida - pero ya me dirá usté donde está la gracia de tirarse to’ el santo día viendo cosas chiquititas con un aparatito. No me parece serio.

-         Lo que hay es mucha iznorancia.

-         Y mucha envidia.

-         O será que a usté los calores le han rebladencío las meninges.

-         ¡ Miau !

A to’ esto disimulen ustés, que ya me estoy liando y  no es por eso por lo que estoy aquí, si no que lo hago con fines puramente didázticos e ilustrativos. Pues de resultas que m’ han dicho que como mi amigo el gato Vargas – oigan el Rodoto ese a su lao, un aficionao - está endispuesto, los pollos de La Gatera han tenío la ocurrencia de solicitar al menda que les cuente algo sobre no sé qué corrales de comedias u similar. Y me digo yo, Ramón, ¿y qué corrales son esos? Porque así de pronto de corrales sólo conozco los de gallinas, useáse los propios de estas aves, y a una señora, de nombre Alfonsa y apellío Corrales. Pero no me acababa de cuadrar la cuestión con la indiosincrasia singular deLa Gatera y me chanelé que eso serían cosas de cuando reinaba Carolo lo menos.  Por eso me decidí a preguntar al estirao del dragón, que como es una antigualla algo de lo susodicho sabría.

-         Estimao’ vecino y sin embargo compañero. Si por un suponer, vamos que es un hablando, yo le preguntara, en plan curiosidá sin más, que si sabe qué es un corral de comedias, así de pronto,… ¿qué me diría?

-         Pues que así se llamaban antes los teatros, en concreto el de la Cruz y el del Príncipe.

Vamos,  vamos, … apañaos vamos, Ramón, … ¡ si a mí eso me pilla descolocao !   ¿Y qué les cuento yo ahora en plan teatro a los lectores de tan prestigiosa y erudita revista? Porque tampoco es cosa de hacer mutis y dar la callá por respuesta a estos chicos. Total que me puse a elucubrar hasta que me se ocurrió una idea que aunque esté feo decirlo, porque uno es de natural modesto, está más que apañá pa’ salir del paso bien parao y me atrevo a decir que hasta con nota. Les voy a contar algo sobre el motín más raro que se ha visto en los Madriles, y miren que aquí los hemos visto de tos los colores: que si el de los gatos, que si el del Esquilache, que si el Dos de Mayo, que si la Noche de San Daniel, que si las verduleras la Ruda… pero ninguno tan característico u peculiar como el motín de los sombreros.

-         Chiss, chiss… disculpe la intromisión, pero es que aquí los lectores no acabamos de ver clara la relación de los corrales de comedias con un motín sombrerero, por muy raro que sea.

-         Con los corrales pue’ que ninguna, pero sí con el teatro, aunque sea pillao por los pelos.

-         Pues más que pillao parece arrastrao…

-         Oigan, que pa’ arrastrao el tute y pa’ jardines Aranjuez. No me se apresuren y guarden la calma y compostura debidas, que ahora entro al trapo y enseguida se percatarán de la debida relación y  oportunas circunstancias.

La cosa principió el 21 de noviembre de 1903, cuando al señor Lacierva, que era por entonces el gobernador de Madrid, le dio el naipe de prohibir que las señoras pudieran permanecer con el sombrero puesto en los teatros, en beneficio de los sufridos espeztadores que pudieran sentarse a su retaguardia. Y ejque con aquellos mamometros que se gastaban estas señoras a ver quién era el guapo que guipaba algo. Vamos, que más de uno se iba a su casa in albis.

El mismito día de hacerse pública y notoria la orden se montó el jaleo. A mucha señorona empiringotá no le hizo mucha gracia la ocurrencia del señor Lacierva y apenas publicá la noticia más de una se recorrió a pie de calle varias sombrererías buscando el sombrero más grande que pudieran tener. En el Teatro de la Princesa se presentó la marquesa de Laguna - que era un pájaro de cuidao- con un sombrero que ríanse ustés de las Ventas y en la segunda de la Zarzuela se montó la gorda cuando una ensombrereada se posicionó en su butaca como si la cosa no fuera con ella. Cuando la autoridá pertinente -  uséase el acomodador – vino a percibir a la susodicha de la oportuna prohibición su señor marido saltó hecho un basilisco, diciendo que su esposa no se quitaba el sombrero porque no le daba la real gana y que a ver quién era el guapo que se lo quitaba, y como en mis tiempos los señores eran tos muy caballerosos la mayoría del público se puso de su parte, con lo que la señora, mu’ ufana, pudo seguir con el sombrero encasquetao pa’ regocijo ocular del pollopera de atrás. Pero mucha pupila, que la circunstanzia no quie’ decir que los caballeros estuvieran en contra de la medida gubernamental, si no que defendieron a una dama agraviada, como la buena educación y los prenzipios cristianos mandan.

Otros que echaron pestes del señor Lacierva fueron los empresarios teatrales, que pensaban que la medida era impopular porque las señoras dejarían de ir al teatro antes que ir en pelo a un espeztáculo, y las sombrereras, que veían perjudicao su negocio, y ejque un sombrero en plan señoritingo costaba lo menos cuatrocientas perras gordas, que eso más que un dinero es una jauría de cuidao. Como además estos sombreros eran mu’ melidronsos y se averiaban con na’,   lo normal era tener más de uno.

Para que el gremio sombreril no saliera tan mal parao las revistas finolis aconsejaban peinarse a lo fastuoso, con muchos adornos repartíos por toa la cabeza, adornos que se fabricaban las sombrerías.

Además, como medida protestatoria los sombreros se hicieron más grandes y exageraos  y muchas de las señoras que iban a palco empezaron ahora a ir a butaca, bien pertrechás con esos armatostes, con el único fin de tocar las narices. Otras decían que si pa’ eso queríamos la cevilización y que éramos un pueblo de hotentotes y que habíamos retrocedido lo menos a la época del Almanzor, que en rigor ya no había ni caballerosidá ni galantería.

Los mal pensaos decían que quienes más se quejaban  eran las feas, porque las guapas na’ tenían que esconder bajo la floresta o plumas de un sombrero.

En el otro lao de la moneda como aquel que dice estaban las peinadoras, claro, que veían en la prohibición gubernamental un filón de cuidao.

La prensa una vez más se mostró dividida, y mientras algunos se mostraron propicios otros graznaron de lo lindo. Sé de buena tinta que hasta periódicos franchutes publicaron el jaleo que se montó con to’ esto y algún exagerao patrio lo comparó con el degüello de los Santos Inocentes, que ya es comparar y ganas de meter en danza a estas creaturitas. Los más sensatos haciendo uso del raciocinio y el sentío común se preguntaban por qué el gobernador no se dedicaba a legislar otras cuestiones más perentorias y u notorias, como la higiene urbanística o la mendicidad. Incluso hubo avispaos que montaron concursos con la cuestión. En uno hasta se daban cien leandras al que mejor respondiera a la pregunta: ¿Le parece a usté que las señoras deben asistir con sombrero a las butacas del teatro?

El tema se salió tan de madre que llegó hasta al Congreso y finalmente el 11 de diciembre, San Dámaso  - papa madrileño por más señas - , hubo cambio de gobernador y el nuevo, el Conde San Luis, de las primeritas cosas que hizo fue dar su consentimiento pleno y claro pa’ que las señoras pudieran lucir en libertá sus sombreros en los conciertos, porque allí na’ había que ver, salvo el rascar de los violines y los soplíos de las flautas y demás istrumentos de viento, con perdón.

Con esta dizquizión me comprimo y les doy por enteraos  del caso.

Queden con Dios y no dejen de visitarme si pasan por la Fuentecilla, que con sumo agrado les convidaré a la degustación de un agua de cebá o de unas zarzaparillas bien fresquitas.

[Sí, sí… ustés también puen venirse, …]

Disimulen… le decía a mis vecinos … ya saben cómo son.

Bibliografía

Prensa de la época:

Heraldo de Madrid, El liberal, Diario oficial de avisos de Madrid, La Correspondencia de España, La Época, El País, El Imparcial, Gedeón, Nuevo Mundo.

Ilustraciones

La primera ilustración se ha tomado de www.stockphotos.mx y la fotografía de La Cierva de www.regmurcia.com. Todas las demás han sido sacadas de la prensa de la época, tal y como se indica.

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